domingo, 21 de octubre de 2012

De naufragios...




Todavía no recupero las palabras: se me caen de los labios y rebotan en los muros de esta nueva ciudad que no me conoce.

Otra vez de náufrago, yo que nací en una ciudad encallada en medio del polvo y la sequía, recuerdo la primera vez en aquel puerto donde miraba los bajeles anclados, esos que el tiempo y el salitre habían despojado de todo su vigor... Aquella vieja villa que escuchó todos mis sueños de los 20 años mientras andaba el Tivoli, olía el mar, empinaba papalotes con mi blusa, lloraba a Rocamadour, bailaba Guaguancó -o lo intentaba, que no es lo mismo- y me perdía en su "subibaja" guiada por el sonido inconfundible de Satchmo. Luego... adiós al mar, regresar, el reencuentro, crecer, madurar?

Regresar al polvo y al asfalto fraccionado en miles de pequeñas arterias que se entrelazan, se curvan, se entrecruzan... pero nunca, nunca... llevan al mar: las calles de mi ciudad solo conducen a otras calles y, a veces, no tienen salida. Será por eso que nunca aprendí a nadar y soy alérgica al polvo, a esa boronilla de cal que se desprende constantemente de las paredes de las casas coloniales como la de abuela, al guano de murciélago acumulado en los techos de las iglesias... al polvo, al eterno polvo de mi ciudad en la que llueve poco, demasiado poco, y ya no quedan muchos de aquellos enormes aljibes para guardar la lluvia. En la casona de abuela había un tinajón incrustado en el patiecito, esa fue toda el agua que me rodeó la mayor parte de mi vida, como si nunca hubiera vivido en una isla...
Y sin embargo, es como si el agua me atrajera y ando ahora, otra vez, de náufrago: "The damned circumstance of water everywhere..." me abruma y la añoranza se explaya aprovechando el desconcierto: mi memoria son esos pequeños fragmentos de cristal que se esparcen y rebotan en un eco de tonos infinitos... -Jejejeje: qué diablos habré querido decir?- donde resalta el goteo incesante de la lluvia en el aljibe de abuela, la estridencia de los motores en el parquecito de Ferreiro, el coro de Santa Ana, el murmullo del viento en la Alameda del Puerto y, por un instante, se me entremezclan la humedad de Santiago -no el que vive conmigo sino la ciudad Oriental- y los adoquines de Camagüey, mis dos amores, como un último esfuerzo de mi mente de convencerme... -o desconvencerme :)- Y entonces me doy cuenta de algo: todos esos recuerdos desde hace mucho tiempo solamente existían en las fotos, y cartas, y libros, y postales... que fui conservando e, incluso, traje conmigo. Ya no existen ni el cine América, ni la zapatería de Martín, ni el club Minerva... A veces los espejismos se interponen para desfigurar el rostro del futuro...

Así que... otra vez presa de la marea, disipo la niebla, observo las luces verdes de la ciudad y, nuevamente, me preparo para alcanzar la costa hasta el próximo naufragio.

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